Oír y actuar
E N MATEO 7: 22-28 se presentan dos grupos de personas: los que oyen y los que hacen. Hay gente que oye y no actúa, y hay gente que oye y actúa. El que no solo escucha sino que también es hacedor de la Palabra del Señor, este es el que construye sobre la Roca. Queremos estar entre aquellos que están edificando sobre la Roca eterna y no entre los que están construyendo sobre la arena. De estos dos grupos de edificadores que hemos mencionados, uno está colocando su cimiento en la arena, y el otro sobre la roca. He aquí la pregunta para nosotros, ¿cómo estamos edificando?
La manera en que edificamos es muy importante. Necesitamos establecer un cimiento profundo para que las tormentas no nos muevan. Nuestra salvación tuvo un precio, costó la sangre del Hijo de Dios. Si bien se ha hecho todo lo posible para que tengamos una relación correcta con Dios, debemos meditar profundamente en todos
Sermón predicado en Santa Rosa, California, el sábado 7 de marzo de 1885.Manuscrito 5, 1885. los privilegios que hemos recibido en lugar de andar cuestionando siempre las decisiones de Dios respecto a nosotros, y determinando si esto o aquello es correcto. Hemos de seguir un curso que resista la prueba de su ley, una prueba que obrará en nosotros un eterno peso de gloria.
Dios nos pide que desarrollemos un carácter que sea capaz de soportar la prueba del juicio. No tendremos su protección cuando llegue las tormentas si en ese momento se demuestra que hemos malgastado el tiempo de prueba que se nos ha concedido a fin de que edifiquemos caracteres para la eternidad; porque el carácter que ahora estamos edificamos no es solo para este tiempo, sino para la eternidad.
La parábola describe a los que edifican sobre la arena como aquellos que piensan que están bien, los que se presentan delante del Señor y dicen: «He hecho esto, he hecho aquello». «Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tun ombre hicimos muchos milagros?”». Pero esto nos irve de nada ante el Se-ñor.
«Entonces les declararé: “Nunca os conocí. ¡Apartaos de mí, hacedores de maldad!”» (ver Mat. 7: 22-23).
Edificar sobre la arena
¿Qué es la iniquidad?
La ley es como un espejo
Aquí tenemos un espejo en el cual debemos mirarnos para buscar y descubrir todo defecto de carácter. Pero supongamos que usted se mira en este espejo y ve muchos defectos en su carácter, y después se marcha y dice: «Yo soy justo».
¿Será usted justo? En su propia opinión será justo y santo, pero ¿cómo será su caso ante el tribunal de Dios? El Señor nos ha dado una norma y debemos cumplir con sus condiciones. Si nos atrevemos a proceder de otra manera, a hollarla bajo nuestros pies y luego presentarnos delante de él y decir: «Somos santos, somos santos”, estaremos perdidos en el gran día del ajuste de cuentas.
¿Qué sucedería si saliéramos a la calle, ensuciáramos nuestra ropa con lodo, y después volviéramos a casa, y contemplando nuestra vestimenta sucia frente al espejo, le dijéramos: «Límpiame de mi suciedad”? ¿Acaso nos limpiaría de nuestra inmundicia? Esta no es la función del espejo. Lo único que puede hacer es mostrarnos que nuestra ropa está manchada, pero él no puede quitarnos las manchas.
Lo mismo sucede con la ley de Dios. Ella nos revela nuestros defectos de carácter; nos condena como pecadores, pero no puede perdonar al transgresor. No puede salvarnos de nuestros pecados. Sin embargo, Juan afirma que Dios ha hecho provisión: «Si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2: 1). Por lo tanto, si acudimos a él y descubrimos el carácter de Jesús, la justicia de su carácter salva al transgresor si hemos hecho todo lo que podíamos.
Por otro lado, a la vez que salva al transgresor no invalida la ley de Dios, sino que la exalta. Exalta la ley porque ella es el detector del pecado; pero es la sangre purificadora de Cristo la que quita nuestros pecados cuando acudimos a él con el alma contrita en busca de su perdón. Jesús nos imparte su justicia y asume la culpa sobre sí mismo.
Obreros de maldad
Ahora, supongamos que alguien dice: «Jesús me ha perdonado y ya no necesito de la ley, ya no tengo que vivir obedeciéndola». Se podría hacer la siguiente pregunta: «¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?». Claro que no. Si alguien roba dinero de mi cartera, y luego viene y me confiesa el delito, me pide que lo perdone, y yo lo perdono; luego se va y hace lo mismo otra vez, ¿no sería esto uno muestra de que no hay cambio alguno en su vida? Lo mismo ocurre con aquellos que han pedido a Dios que los perdone y persisten en transgredir su ley. Dicen: «Señor, Señor», pero él les contesta: «Apártense de mí. Aunque los perdoné gratuitamente, ustedes siguen haciendo lo mismo». Su actitud condujo a otros en el camino de los transgresores. Por esta razón se les llama hacedores de maldad. Este mismo curso de acción fue el medio utilizado para extraviar a otros por el mal camino.
Cristo oró al Padre con estas palabras: «Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad» (Juan 17: 17-19). Fíjense bien en estas palabras: «Yo me santifico a mí mismo». Así él lleva una vida de perfecta obediencia, porque él es el modelo perfecto. Luego continúa y dice: «Para que ellos sean santificados”. ¿Por medio de qué? ¿Mediante de las emociones? ¿Por los sentimientos? No. Por medio de la verdad.
No podemos confiar en las emociones, debemos conocer la verdad. Ahora bien, aquí Cristo está orando a su Padre para que santifique a sus seguidores por medio de la verdad. Hay una verdad que santifica, que tiene un poder santificador sobre el creyente. Y se espera que todos los presentes nos preguntemos qué es la verdad. Si hemos de creer la verdad y ser santificados por ella, entonces debemos escudriñar las Escrituras para que sepamos cuál es la verdad.
Si lo hacemos, no
edificaremos sobre un fundamento falso. Pero si no lo hacemos, al final descubriremos que hemos cometido un grave error y que hemos edificado sobre la arena; por lo tanto, seremos barridos cuando lleguen la tormenta y la tempestad. Anhelo la vida eterna aunque me cueste el ojo derecho y aunque me cueste el brazo derecho. La pregunta que debo hacerme es: ¿Estoy bien con Dios? ¿Estoy sirviéndole en humildad y mansedumbre de espíritu?
El sábado señala al verdadero Dios
Nos hallamos justo en medio de las pruebas que han de evaluar a todos los moradores de la tierra. Quizá sepamos cuál es la verdad y qué es el error. Quizá si estamos colocando nuestras almas sobre la roca, quizá sepamos que no estamos apartando las almas de la verdad. ¡Qué Dios nos ayude a tener la seguridad de la vida eterna!
Veamos otra declaración de la Escritura [se cita Deuteronomio 13: 1-5]. Aquí los mandamientos son presentados como una prueba del carácter. Cristo dijo: «Yo he guardado los mandamientos de mi Padre” (Juan 15: 10). Él es nuestro modelo en todo. Ahora bien, ¿guardamos los mandamientos de corazón? ¿Estamos estudiando para poner en práctica en nuestras vidas el mandamiento del sábado que Dios ha colocado justo en el corazón de su ley?
Podríamos ir a los paganos, y decirles que amamos la verdad y que servimos al Dios verdadero, y ellos dirán que también adoran al Dios vivo y verdadero. No tenemos otra forma de saber quién es el Dios vivo y verdadero, salvo que nos apoyemos en este mandamiento. Ese Dios que hizo los majestuosos árboles y todo lo que es hermoso y bello bajo el cielo, el que equilibra las montañas en las balanzas, ese Dios es el Dios vivo y verdadero, él creó el universo. Este mandamiento nos dice quién es el verdadero Dios. Si Satanás logra eliminar el cuarto mandamiento del Decálogo, entonces no seremos capaces de saber quién es el Dios vivo y verdadero.
¿Quién es ese Dios verdadero? El que creó todo lo que es hermoso en la naturaleza. Debemos contemplar a través de la naturaleza al Dios de la naturaleza. En ella hemos de ver al verdadero Dios, el Creador de los cielos y la tierra. Los primeros cuatro mandamientos señalan nuestro deber hacia Dios, y los últimos seis, hacia nuestros semejantes. No podemos violar uno de estos cuatro primeros y estar en paz con Dios; tampoco podemos violar uno de los últimos seis, y estar en armonía con Dios. Debemos inculcar esto a la gente.
El movimiento de la carne santa
No olvidemos las palabras de David: «Tiempo es de actuar, Jehová, porque han invalidado tu Ley” (Sal. 119: 126). David se refiere a los últimos días, el mismo tiempo cuando hemos de conocer y ser santificados por la verdad. Tenemos que aferramos a la verdad. No debemos abandonar la verdad ni por los amigos ni por los enemigos. Se aproxima el tiempo cuando habrá gran tribulación como nunca antes. Vendrán hombres que afirmarán ser Cristo. Aquí hay un grupo que dice:«Estoy libre de pecado, soy santo». Nunca he oído a alguien afirmar eso que no fuera un pecador. No son hacedores de la Palabra.
Hace algún tiempo llegó un hombre a Oakland que, en su propio círculo, era conocido como alguien deshonesto. Calló en las garras del movimiento de la carne santa y ahora se considera santo y sin pecado. Continúa paso a paso en ese engaño y hasta afirma que ya está libre de pecado. Tenemos que estar preparados para enfrentar este tipo de gente, debemos saber qué espíritu los dirige. Hay algunos que son engañados por estos hacedores de maldad. Aceptan al Señor y aceptan la enseñanza de la carne santa, pero no son el pueblo que tiene el poder de Dios.
Juan vio el templo de Dios abierto en el cielo, y en ese templo se hallaba el arca del testimonio. El apóstol escribió: «Aquí están los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc. 14: 12). La senda de la verdadera obediencia se encuentra en los mandamientos de Dios. Pero Satanás anda como león rugiente buscando a quien devorar. No siempre aparece como un león, tiene el poder de vestirse a sí mismo como cordero y hablar con voz melodiosa y tierna. ¿Y cómo lo enfrentaremos? ¿Lo dejaremos entrar y tomar el control de nuestros corazones? ¿Le permitiremos entrar y controlar nuestras mentes y nuestras vidas? Es algo que no nos podemos permitir.
Por otro lado están los que se jactan de ser santos. En la ciudad de Oswego había alguien que afirmaba esto, y que estaba celebrando allí una reunión de reavivamiento. Se esforzó tanto que empezó toser sangre hasta el punto que la gente pensó que se iba a morir. Sin embargo, mientras llevaba a cabo dicha labor y haciendo alarde de su santidad, la policía lo estaba buscando por ladrón. Un día, mientras él estaba predicando, su esposa vio llegar a un oficial de la policía. Ella salió, excavó un pequeño hoyo en la nieve, enterró el dinero y luego entró en la casa. Sin embargo alguien la vio, y mientras estaban alegando su inocencia, entró el policía sosteniendo en sus manos la bolsa de dinero. Nos encontramos con este tipo de gente por dondequiera.
Santidad falsa
Había un hombre, a quien ustedes quizá conozcan, que afirmaba ser santo. «El
arrepentimiento —decía él— no es bíblico”. Y añadía: «Si un hombre viene a mí y
me dice que cree en Jesús, lo llevo directamente a la iglesia, no importa que esté bautizado o no; esto lo he hecho con muchos. Y no he cometido un pecado en
seis años». «Hay algunos que están en este barco —agregó— que creen que
somos santificados por guardar la ley. Hay una mujer en este barco, de apellido
White, que enseña esto».
Cuando supe esto, fui a verlo y le dije: «Hermano Brown, espere un momento. No
puedo permitirle que haga ese tipo de declaración. Yo nunca he publicado eso en
ninguno de mis escritos, ni jamás he dicho semejante cosa, porque nosotros no
creemos que la ley santifique a nadie. Nosotros creemos que debemos guardar
esa ley o no llegaremos al reino de Dios. El transgresor no puede ser llevado al
reino de gloria. No es la ley la que santifica, ni es la ley la que nos salva; pero esa ley está en pie y proclama: “Arrepentios para que vuestros pecados sean borrados”.
Entonces el pecador acude a Jesús, y cuando promete que obedecerá los requerimientos de la ley, el Señor borra las manchas de su culpa, lo libera y lo fortalece con el poder de Dios».
Juan vio a una multitud alrededor del trono de Dios, y el ángel le preguntó:
«¿Quiénes son estos vestidos de blanco? Él contestó, tú lo sabes. Y el ángel me
dijo: “Estos son los que han lavado sus ropas y las han blanqueado en la sangre
del Cordero”» (Apoc. 7: 13, 14). Hay una fuente en la que podemos lavarnos de
toda mancha de impureza. El ángel le dijo: «Los guiará a fuentes de aguas vivas, y
enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (vers. 17).
Este será el gozoso privilegio de aquellos que han guardado los mandamientos de Dios en esta tierra. Aparecerán hombres que dirán: «Aquí está el Cristo, aquí, aquí, aquí»; pero, ¿acaso está él allí? Mientras ellos pisotean los mandamientos, Cristo dice: «De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos. Antes que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará» (Mat. 5: 18, 19). Alguien me dijo: «¿Por qué usted habla tanto acerca de la ley? ¿Por qué no hablar más de Jesús?». Honramos tanto al Padre como al Hijo cuando hablamos de la ley. El Padre nos dio la ley y el Hijo murió para magnificarla y engrandecerla.
La pretensión de impecabilidad
Juan, al hablar del engañador que hace grandes maravillas, nos dice que este
hará una imagen de la bestia y hará que todos reciban su marca (ver Apocalipsis
13: 14-16). ¿Podrían ustedes, por favor considerar este asunto? Escudriñen las
Escrituras y vean. Vendrá un poder engañador, y esto ocurrirá cuando los
hombres pretendan poseer la santificación y la santidad, engrandeciéndose más y
más, y jactándose de sí mismos.
Miren a Moisés y a los profetas; miren a Daniel, a José y a Elias. Miren a estos
hombres y busquen una sola frase donde ellos hayan pretendido alguna vez estar
libres de pecado. Precisamente, el alma que vive en estrecha comunión con cristo,
contemplando su pureza y excelencia, caerá avergonzada delante de él. Daniel era un hombre a quien Dios dotó de gran capacidad y conocimiento, y cuando ayunó el ángel vino a verlo y le dijo: «Tú eres muy amado” (Dan. 9: 23).
Él cayó postrado delante del ángel. No dijo: «Señor, he sido muy fiel a ti y he hecho todo para honrarte y defender tu palabra y tu nombre. Señor, tú sabes cuán fiel he sido en la mesa del rey y cómo mantuve mi integridad cuando me echaron en el foso de los leones”. ¿Fueron esas las palabras que Daniel oró a Dios? No, él oró, confesó sus pecados y dijo: «Escucha, Señor, y líbrame. Nos hemos apartado de
tu palabra y hemos pecado». Y cuando vio al ángel, expresó: «Mis fuerzas se
cambiaron en desfallecimiento» (Dan. 10: 8). No pudo mirar el rostro del ángel y
no quedaron fuerzas en él. Su fortaleza lo había abandonado. Ahora bien, cuando
el ángel volvió, él cayó sobre sus rodillas y no lo pudo mirar. Luego el ángel se le presentó con la apariencia de un hombre, y entonces pudo resistir la escena
Quienes están lejos de Cristo pretenden ser perfectos
¿Por qué hay tantos que pretenden ser santos y sin pecado? Pues porque están
muy lejos de Cristo. Yo nunca me he atrevido a pretender algo semejante. Desde
que tengo catorce años, una vez que conocí la voluntad de Dios he estado
dispuesta a hacerla. Ustedes nunca me han oído decir que yo no tengo pecado.
Los que logran percibir el gran amor y el exaltado carácter de Cristo Jesús, que
era santo y noble y cuya estela llena el templo, nunca dirán que son santos. Sin
embargo, cada año nos encontrarnos con personas que dicen tales cosas y
mucho más..
Una señora me visitó en la ciudad de Oakland, me echó los brazos al cuello y me
dijo: «Usted es una hija de Dios, pero yo estoy santificada, yo soy santa;
deseamos que usted se una a nosotros”. Busqué mi Biblia y le mostré lo que dice.
Entonces le dije: «Imagine que usted les dijera a sus hijos: “Ustedes no necesitan
guardar los mandamientos de Dios, ustedes son santos. Todo lo que necesitan
hacer es decir que aman a Cristo, no es necesario que crean que tienen que hacer
algo, sencillamente digan: “amo a mi padre y a mi madre”. ¿Cuáles serían los
resultados? Si ustedes no están en armonía con la ley de Dios, no hay mucho que
investigar: Si su carácter no está en armonía con la ley de Dios, no está en
armonía con el cielo; aún así, ustedes podrían afirmar que son santos y sin
pecado”.
En los días de Lutero, algunos se le acercaron y le dijeron: «No queremos tu
Biblia, más bien queremos el Espíritu”. Lutero les contestó: «Yo golpearé el
espíritu de ustedes en la nariz». Por grandes que sean sus pretensiones, no son
hijos de Dios.
Recuerdo que hace treinta y seis años yo estaba en Nueva York, en la casa del
hermano Abbey. Llegó un hombre con un paraguas en la mano, se puso de pie y
dijo: «Yo soy el Cristo”. Yo había visto a Cristo, y le dije: «Señor, usted no tiene
parte con Cristo. Si usted fuera Cristo nunca hubiera pronunciado esa frase». El
hombre levantó el paraguas para golpearme, pero mi marido se interpuso, y le
dijo: «Señor, ¿qué va usted a hacer?». Él dijo: «Yo soy el Cristo, y voy a imponer
la voluntad del Señor sobre aquellos que pongan en tela de juicio sus
declaraciones».
Conocí otro hombre en Santa Elena que se jactaba de no haber pecado en seis
años. Y uno de su propio grupo me dijo: «No lo invitaré de nuevo a mi casa; es un
déspota, viene a mi casa y dice: “Tengo tanto derecho en esta casa como tú”, y
empieza a darle ordenes a mi esposa en todo, y exige que ella esté a su servicio».
¡Y este es el mismo hombre que no había cometido un pecado durante seis años!
Quiero que entiendan que lo que alguien pretende ser no es evidencia de un
carácter recto. Ahora les digo esto porque dondequiera que se haya formado un
pequeño grupo, Satanás tratará constantemente de molestar y distraer a sus miembros.
Cuando alguien abandona sus pecados, ¿piensan ustedes que Satanás lo dejará tranquilo? Claro que no. Queremos que comprendan plenamente el fundamento de nuestra esperanza. Deseamos que su vida y las acciones de ustedes testifiquen que son hijos de Dios.
Que haya sencillez, humildad del alma, para que se sepa que ustedes han pasado
por la escuela de Cristo. Y cuando él se manifieste en las nubes del cielo,
exclamaremos: «¡He aquí, este es nuestro Dios! Le hemos esperado, y nos
salvará” (Isa. 25: 9).
Entonces a los fieles se les ceñirá la corona de vida y escucharemos la voz del Salvador diciendo: «Bien buen siervo y fiel. [...] Entra en el gozo de tu señor” (Mat. 25: 21-23). ¿Qué? ¿Fieles al pisotear la ley de Dios? No, no. Estos no tienen la marca de la bestia sobre ellos. Deseo esa paz que viene por medio de la obediencia a todos los mandamientos
de Dios. Amén.
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